Autors i Autores

Gemma Lienas

Castellano

NIÑOS Y NIÑAS


LA MITAD DE JUAN

Juan está harto. En casa, todo el mundo le riñe para que no haga nada de lo que hacen las niñas.

—Juan, ¿por qué pintas el árbol de color plata?

Así los pintan las niñas...

—Juan, ¿estás llorando?

Vamos, sécate las lágrimas, que los niños no lloran.

—Juan, ¿estáis jugando a marineros?

Pues tú tienes que ser el capitán.

En el colegio se ríen si hace lo mismo que las niñas.

—Juan es una niña porque no juega a fútbol.
—¡Juan! ¿Dónde vas con esa camiseta rosa?

¡Pareces una niña!

Juan está más que harto.

Ha decidido que, para ser un niño, tiene que deshacerse de todo lo que sea de niña. Así que coge una caja de cartón vacía y mete en ella la camiseta rosa, el cuento de princesas que le gusta más que la pelota y el rotulador de color plata. Antes de cerrarla, aún guarda dentro tres lágrimas que, sin querer, le caen de los ojos.

Después entierra la caja en un rincón del jardín.

—¡Ahora ya soy un niño! —dice.


EL ASTEROIDE DESTRUCTOR

¡POR FAVOR, EMI, POR FAVOR!

El timbre del final de las clases sonó, las puertas de las aulas se abrieron y un enjambre de chicos y chicas salió al pasillo.

Emi se colocó la mochila escolar a la espalda, se despidió de un par de amigas y esperó a Max, que aún estaba recogiendo sus cosas.

—¡Venga, Max! ¡Date prisa, que tengo ganas de llegar a casa! —gritó Emi.
Max le hizo una señal, como diciéndole que sí, que esperase un momento, que enseguida acababa.

Emi se quedó esperándolo, que para algo era su mejor amigo, además de compañero de clase y vecino de bloque de pisos. Max salió del aula con la cabeza gacha. ¡Uy!

¿Qué le ocurriría a Max? Él era un muchacho que siempre estaba alegre, siempre sonriente... Y hoy, en cambio, parecía triste, o enfadado, o...

Emi no sabía qué le pasaba. Y esto era muy raro, porque entre ellos no había secretos.

—¿Qué te ocurre, Max?
—Mmmmm. Estoy cagado.

Emi por poco se parte de risa. Pero al ver que su amigo lo decía en serio, cortó en seco la carcajada y volvió a insistir:

—Pero ¿por qué?

Max se paró en medio de la acera, abrió los brazos con un gesto muy teatral y dijo:

—Creo que este año, ¡kaput! —y mientras lo decía hizo un gesto con el dedo pulgar hacia abajo—.

O sea, que me hundo con todo el equipo, porque el control de sociales me ha salido fatal y, como la evaluación continuada ya era floja, pues ya ves... ¡unas notas brillantísimas!

Emi se quedó mirándolo con la cabeza ladeada.

Sus dos largas coletas, lisas y de color castaño, se movieron suavemente a uno y otro lado de su cara.

A Emi le entraron ganas de decirle a Max que la cosa no era para tanto, que sus resultados escolares nunca eran muy brillantes. Y era verdad: Emi sacaba mucho mejores notas que Max, que siempre estaba más interesado en jugar o en hacer deporte que en prestar atención a lo que explicaban los profesores en clase o en hacer los deberes en casa.

—Esta vez, la cosa es más grave, Emi.
—¿Por qué?
—¿Es que ya no te acuerdas? —le preguntó

Max, sorprendido. Y añadió—: Porque mis padres me dijeron que si sacaba buenas notas me enviarían un billete para que pudiera ir a pasar unos días con ellos al sitio donde están trabajando.

—Tienes razón —dijo Emi. Y pensó que, la verdad, era una pena que, por culpa de las malas notas, Max no pudiera viajar y pasar unos cuantos días con su padre y su madre.

Max estaba realmente triste.

A Emi le habría encantado ayudarlo, pero no sabía cómo.

Siguieron andando hacia casa. Caminaban sin hablar, y esto, tratándose de Max, era poco habitual.

De repente, el muchacho se detuvo y gritó:

—¡Ya lo tengo!

Emi se quedó plantada mirándolo. ¿Qué tripa se le había roto ahora?

—¿Qué es lo que tienes?
—Ya sé cómo lo podemos arreglar...

* * *
 

JÓVENES


EL DIARIO VIOLETA DE CARLOTA

8 de diciembre

Pero ¿esto qué es?, pienso mientras desenvuelvo la magna cursilada que me ha regalado la abuela Isabel.

Bastante claro está que esto, ¡ESTO!, es un diario. Uno de esos cuadernos donde una puede escribir la vida, los pensamientos, las penas, las alegrías, los enamoramientos... Sabes a qué me refiero, ¿no?

«¡Alucina, Carlota!», me digo. La abuela Isabel, la madre de papá, siempre ha sido rarita. Nunca entiende que las cosas importantes para mí no son las mismas que para ella cuando tenía mi edad.

Total, venga esperar con unas ganas locas mi cumpleaños y..., ¡zas!, el día que cumplo catorce años, en vez de regalarme el disco compacto por el que suspiro desde hace un mes, ella va y me trae esta horterada.

Estoy a punto de abrir la boca para soltar mi contundente opinión sobre este cuaderno acolchado, de plástico de color rosa, con una gran mancha violeta. En medio de esta salpicadura violeta, hay una cerradura pequeñita, donde se puede meter la llavecita que cuelga del cordón pegado al lomo... ¡Qué cuco, qué íntimo!, hasta se puede cerrar con llave, para salvar de las miradas indiscretas lo que se escriba en su interior...

Mamá me lanza una de sus miradas fulminantes. Tiene mucha práctica; casi más que yo. Me trago las protestas. Las miradas fulminantes de mi madre son más efectivas que un puntapié en el culo.

—¡Qué guay! ¡Qué idea tan fantástica! —digo, muy diplomáticamente.

La abuela me sonríe, encantada de la vida y convencida de que ha acertado de lleno. Mamá me dirige otra de sus miradas.

Ésta dice: «¡Carlota, no te pases de rosca!».

Me callo. ¿Qué otra cosa puedes hacer cuando tu madre se pone de parte de la abuela regaladora de cursiladas? Cojo un trozo del pastel de chocolate hecho por mamá, me lo como a toda velocidad y, después, desaparezco por el pasillo, camino de mi habitación. Aún puedo oír cómo mamá le dice a la abuela Isabel:

—Ya se sabe... Está entrando en la adolescencia. Una etapa difícil...

Me encierro en la habitación y me tumbo en la cama, dispuesta a olvidar que es el día de mi cumpleaños. Si te lo fastidian, te lo fastidian, y no hay nada que hacer. Entonces, llaman a la puerta. Segura de que es el pesado de Marcos, mi hermano de once años, grito:

—¡Déjame en paz, moscón!

La puerta se abre poquito a poco y asoma una mano que sostiene un pañuelo blanco.

—¡Bandera blanca! —dice la voz de la abuela Ana—. ¿Puedo entrar?

No contesto enseguida. Aunque, con la abuela Ana, me entiendo, no tengo ganas de hablar con nadie. Un cumpleaños aguado es peor que una pelea con tu mejor amiga, porque hay que esperar TODO UN AÑO para arreglarlo.

—¿No estás de humor, niña? —pregunta la abuela mientras abre completamente la puerta, entra y viene a sentarse a mi lado en la cama.

Le enseño el motivo de mi malhumor.

—¡Toma! ¡Un diario! —exclama la abuela, con la misma voz con la que podría haber dicho: «Qué pantalones patadeelefante más fascinantes».
—Uf, sí, un diario.
—Por tu cara de asco, me parece que no tienes intención alguna de usarlo, ¿verdad?
—¡Claro que no! ¿Qué te crees? ¿Que soy pequeña o mema?
—Ni pequeña ni mema. Te tengo por una chica muy espabilada.
—¿Y, sin embargo, quieres que escriba mi diario?
—¿Y por qué no? Podrías... —la abuela coge el cuaderno y lo mira muy detenidamente—, podrías escribir sobre tus amores...
—¡Anda, abuela...!
—Mujer, no pongas esa cara. Lo digo por la tapa tan rosa... Claro que, con esta mancha violeta, se me ocurre que podrías hacer un diario feminista.
—¿Un qué? —la miro como si se hubiera vuelto loca.
—Sí, mujer. Podrías escribir todo lo que vieses a tu alrededor que fuera machista, es decir, cualquier situación o actitud de la vida pública o privada en que las mujeres son consideradas seres inferiores a los hombres.


CARLOTA Y EL MISERIO DEL CANARIO ROBADO

Capítulo 1. El jaleo del canario

Todo aquel jaleo empezó un jueves por la tarde cuando Marcos y yo estábamos merendando.

Entonces yo no sabía que el jaleo del canario se acabaría convirtiendo en el primer misterio para la Tribu de Camelot. Pero es que en ese momento ni siquiera sabía que al día siguiente iba a proponer a Mireya, a Berta, a Eli, a Miguel y a Sa’îd –o sea, la gente de mi pandilla– que formáramos la Tribu de Camelot.
Mi hermano Marcos y yo estábamos a la mesa, zampándonos una taza de chocolate que sabía de muerte. Lo había preparado la abuela Ana, que los jueves por la tarde es nuestra canguro mientras papá y mamá están en el curro.
Merlín paseaba su cola negra por la cocina.

Bueno, no sólo su cola, también su cuerpo, negro y esbelto. Y se frotaba contra mis piernas, reclamando su ración.

—El chocolate no es lo mejor para un gato, Carlota —dijo mi abuela, inclinando el periódico y mirándome por encima de las gafas de leer.

Yo me había agachado y estaba dejando la taza en el suelo para que Merlín la rebañase.

—Sólo un poco —respondí.

La abuela me guiñó un ojo y volvió a meterse en el periódico.

—Y otro poco —dijo Marcos.

Pero no fue un poco, sino media taza, porque Marcos no podía con lo que le quedaba.

—Eso te pasa por repetir, microbio.

El microbio tiene tres años menos que yo.

—¡La lista! —dijo él, que a veces resulta bastante impertinente.

Merlín había conseguido dejar mi taza reluciente y se aplicaba con la de Marcos.
Merlín se llama Merlín porque mamá se emperró. Por lo visto, el tal Merlín era un mago que vivió hace siglos y fue un buen amigo y consejero de Arturo, el tipo que consiguió arrancar la espada Excalibur de la roca en la que estaba clavada y que por eso fue rey.

A mamá le encantan las leyendas de este rey y nos las cuenta a menudo.
Bueno, la verdad es que nos explica siempre muchas historias y nos lee muchos cuentos, porque mi madre flipa con los libros.


EL CLUB DE LOS MALDITOS. MALDITA HERMANA

Me encantaría seguir en la cama, mirando el techo, pero es imposible: mi despertador dice con cifras verdes que son las 7:10. O sea, que ya pasan diez minutos de la hora de levantarme, y además, tengo junto a mí a mi madre, que me incordia:

–Marcos, levántate. Ya son las 7. ¿Me oyes, Marcos? No te hagas el dormido.

No me hago el dormido. No lo estoy. Sólo intento retrasar el momento fatal: el de hallarme por primera vez en el instituto. Para entendernos, me siento feliz de no tener que ir más al colegio. Pero me da un poco de yuyu pensar que voy a un lugar que no conozco, con compañeros a la mayoría de los cuales tampoco conozco, y con profesores y profesoras totalmente nuevos. ¡Uf! Me noto la barriga extraña, como si tuviera mariposas volando en ella. Y noto el culo... el culo pequeño, ya sabéis a lo que me refiero.

Mi madre no tiene compasión de mí. Nunca la tiene. Aparta las sábanas de un manotazo.

–¡Arriba! –grita–. No querrás llegar tarde el primer día, ¿no?

No, no quiero, pienso, levantándome. Todavía sería peor llegar cuando ya todo el mundo esté sentado en el aula. Abriría la puerta y todos me mirarían. Y, seguramente, la profe diría: Marcos Terrón, espérate en el pasillo hasta que el cambio de clase. Esto es lo que me ha dicho mi hermana que pasa en el insti cuando no llegas a la hora. Sólo pensar en la vergüenza que se debe pasar estando una hora entera en el pasillo a la vista del personal, ya me cago de miedo. Y si además sumas que las faltas de puntualidad también influyen en las notas, ni te cuento.

* * *
 

ADULTOS


ATRAPADA EN EL ESPEJO

Laura ha muerto

La noticia me llegó inesperadamente, mediante un mensaje grabado por Ana, su madre, en el contestador de mi móvil. Aquella información tan breve me penetró en el cerebro como si me hubieran clavado un punzón con fuerza.

Maldije a Ana hasta el tuétano. Laura ha muerto. Así, con una frase de tres palabras y nada más.

Una frase que me había dejado una taquicardia vertiginosa en las venas del cuello y la garganta agarrotada alrededor de un grito silencioso.

Nada me hacía sospechar que recibiría una comunicación tan trágica aquel mediodía de septiembre de cielo azul, extrañamente azul en Europa central. Acababa de salir de la biblioteca universitaria de Estrasburgo, donde había estado consultando los archivos de la segunda guerra mundial. Mientras volvía a conectar mi teléfono móvil, di la vuelta a la plaza de la République para dirigirme al muelle. Quería observar sin prisas el edificio donde mi testigo superviviente de la represión nazi, Joseph Berg, había vivido durante los últimos sesenta y un años.

Justo pensaba en él y en su cautiverio en Mauthausen, cuando advertí la vibración indicándome la entrada de un mensaje. Mi reacción inmediata fue decirme que recibía un aviso de monsieur Berg citándome de nuevo, tal como me había prometido en nuestro primer y único encuentro.

Me había asegurado que su débil salud no sería un impedimento para que pudiéramos continuar hablando sobre su paso por el infierno nazi. Yo, en cambio, tenía miedo de que su precaria salud nos jugara una mala pasada y me privara de aquel cronista excepcional. De hecho, esa inquietud la había experimentado con precisión días antes de verle y fue la que me había impulsado a trastocar mis planes en el último momento. Sólo faltaban dos semanas para que volara de San Francisco a Barcelona cuando un día desperté en mi apartamento de Palo Alto con la intuición de un desastre inminente. De repente me pareció que Joseph Berg no aguantaría hasta que yo me hubiera acomodado en el apartamento de Barcelona. No aguantaría hasta que yo estuviera dispuesta a volar a Estrasburgo para hablar con él sobre el principal objetivo de mi año sabático en Europa: los campos de exterminio y de concentración durante la dominación nazi. Convencida de que la premonición era casi una certeza, no lo pensé ni dos segundos: cambié el billete. Un cambio fácil pero carísimo.

Y también conseguí concertar una primera cita con el ex prisionero a través de madame Berg, para la misma tarde de mi llegada. No avisé a nadie sobre la modificación de mis planes, ni siquiera a Laura, que no estaba al corriente de mi calendario. Después de esto, antes de coger el vuelo el 23 de septiembre, todavía me quedaba mucho que hacer, principalmente poner orden para que los amigos con los que había acordado el intercambio de apartamentos y que me cedían el suyo en la Villa Olímpica de Barcelona encontraran el mío en condiciones. También tenía que acabar de preparar el equipaje mínimo que me acompañaría, ya que el resto de mis pertenencias las había facturado días antes para que me precedieran por mar.

Dejando atrás la biblioteca, saqué el aparato del bolsillo ironizando sobre el hecho de que un móvil me ligara a Mauthausen. Entonces me di cuenta de que no, de que el buzón de voz indicaba el número que correspondía a Laura. Sonreí. A pesar de mi anarquía vital, mi amiga, como siempre, como cuando éramos niñas y me empujaba a reservarme tiempo para los deberes escolares, estaba preparada para aportar unas cuantas dosis de capacidad organizativa.
Yo era consciente de que no le había facilitado la tarea, no había contestado ninguno de sus últimos correos electrónicos. Ni los suyos ni los de nadie que no requirieran una respuesta urgente.

Marqué el número del buzón de voz para recuperar el mensaje. Me recosté en la barandilla del muelle mirando las aguas del Ill, en las que nadaba una pareja de cisnes con sus polluelos, nacidos durante la primavera, y me dispuse a escuchar el probable reproche cordial de Laura. En lugar de eso, oí la voz de Ana diciéndome en tres palabras que su hija, mi amiga, estaba muerta.