Obra literaria en castellano
El pueblo estaba desierto. Ni un vehículo, ni un alma, ni un asomo de luz. El farolillo de queroseno ya no centelleaba sobre el camino. La tienda misma se había desvanecido como un espejismo. El hueco del mostrador estaba sellado por un grueso portón de madera. Me apeé del jeep y batí palmas. El empedrado opaco, los muros desnudos, las puertas cerradas. Nada. Golpeé el portón de la tienda: ni un crujido de réplica. La plazuela, ajena al curso del tiempo, parecía perdida para siempre en alguna comarca recóndita de la eternidad. Se oía el murmullo apagado del río, reconfortante. Al menos en el agua seguía alentando la vida, incansable, tenazmente. Se oía también –¿o me lo parecía?– un lejano rumor de música, que se apagó en un instante. Batí palmas de nuevo, llamé a la tienda con el puño cerrado, di voces. Nada. Otra vez la música y otra vez su rastro se perdió al punto.
Monté en el jeep. A la salida del pueblo, divisé unas luces camino abajo. Bajé la ventanilla: sobre el ronquido del motor se oía, muy débil, el mismo rumor de música. Aceleré, temiendo que se perdiera una vez más bajo los latidos de la noche. Las luces se ocultaban tras los repliegues del terreno. Pero la música no; ganaba fuerza, cada vez se percibía con mayor claridad. Pronto distinguí la aguda alegría de un trombón y alaridos de júbilo que se alzaban sobre el sonsonete de fondo, cada vez más próximo.
Tras un recodo, las luces se hicieron visibles a un centenar de metros. Aminoré la marcha y acabé por frenar en seco: una multitud remontaba el camino lenta, gozosa, desacompasadamente. Al frente, avanzaba con torpeza un diablo suntuosamente enmascarado. Varias mujeres le rodeaban tentándole con una danza convulsa, intentando atraparle en la apretada red que componían la música y los movimientos febriles de sus cuerpos. La orquesta era muy humilde. Parecían títeres moviéndose al ritmo cansino del tambor, impulsados por un mecanismo común a punto de desarmarse: un acordeón luminoso, un trombón estentóreo, un charango que languidecía. A los lados bailaban y se tambaleaban parejas dispersas y, detrás, iluminadas desde abajo por farolillos que permanecían ocultos, asomaban varias máscaras descomunales entre un mar de ponchos de gala y de hongos adornados con cintas multicolores.
Cuando me di cuenta de que estaba en medio del camino, ya les tenía encima. Apenas tuve tiempo de subir la ventanilla. Daban golpes al capó, se oían gritos, la música no callaba. Se agolparon sobre el morro del jeep hasta que el diablo, conducido por una de las odaliscas, tomó por un lado. La orquesta dudó un segundo y, al cabo, se dividió, y con ella el tumulto que bullía a su zaga. Caras desencajadas por el aguardiente, risas, botellas que surgían de los ponchos. Desfilaban despacio, animándome a sumarme a la fiesta, burlándose de mí, cubriéndome de insultos. La imagen del asalto al Gringo cruzó mi mente y dejó un rastro de congoja, de miedo mal reprimido. El jeep me protegía como una coraza, pero a la vez me aislaba, sometiéndome a la caprichosa curiosidad de aquella procesión alcoholizada. Como una vitrina. O mejor: como una jaula que me ofrecía obscenamente a un río de miradas que escupían, que chillaban, que se carcajeaban, un río que se bifurcaba y me abrazaba como a una isla, con corrientes, remansos, oleadas que batían la orilla con furia, remolinos, rápidos, rizos de espuma que sonreían cerca de la playa. Un hombre golpeó el cristal con una botella de Singani. Aparté la mirada, pero al punto me arrepentí: tal vez me la ofrecía para beber, acababa de rechazar la comunión con aquella gente, con su desesperado alborozo. Volví la cabeza y la mano ya no estaba. Se la habían tragado las oleadas sucesivas de una riada que ya menguaba, que ahora se detenía, respetuosa, a unos metros del jeep y lo esquivaba mansamente. Sólo quedaban los últimos borrachos, juerguistas rezagados que se tambaleaban siguiendo el compás que la orquesta pugnaba por mantener, que me miraban perplejos, babeantes como si me viesen salir de un sueño, que se apoyaban en el capó y golpeaban los cristales sin fuerza, que gritaban, quizás para compensar todo lo que habían callado. La música, monótonamente alegre, resignadamente ebria, reiterativa hasta la religiosidad, se alejaba. Por un momento, creí comprender la tristeza de aquella tierra.
El camino se me ofrecía de nuevo libre de obstáculos. Continué descendiendo con calma, dejándome llevar por la inercia. Me sentía vacío, agotado. No esperaba encontrar al Gringo. Sólo me quedaba un rescoldo de curiosidad por saber la causa, si había alguna, que les había impedido reunirse conmigo como habíamos quedado.
(Del libro Domingo de Tentación, p. 119-122)
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Miquel Rovira lo imagina extremadamente viejo, la encarnación misma de la senectud. Un anciano enjuto como una rama de haya seca, con la cara recosida de arrugas como un pergamino y con unos ojos que, al sentirse objeto del interés del forastero, se encenderán como brasas bajo la ceniza de los años y el olvido. Y con barba, pero no con unas barbas luengas de patriarca o de profeta sino con una sombra de pelos puntiagudos adheridos a la piel. El tipo de barba de quien a no se puede afeitar solo y debe esperar a que otra persona tenga la bondad de afeitarle, una hija o una nuera cansada de ocuparse de él y que lo afeita de mala gana cada cinco o seis días, o cuando se acuerda, con una máquina eléctrica del tiempo de Maricastaña que le araña la piel y le deja las mejillas rojas como pimientos.
Lo imagina en un pueblo de los Pirineos, sentado al sol, solo, a la puerta de un bar, en una plaza de suelo empedrado y desigual, cuesta abajo. O, mejor, a la puerta de una casa de pastores, montaña arriba, bajo un cielo diáfano, de una transparencia que hiere los ojos, flanqueado por unas cumbres imponentes. ¿Sentado, sin hacer nada? No: tiene que ser el tipo de viejo tan atareado que no se muere porque no tiene tiempo. Estará pelando habas, con un cigarrillo encendido entre los dedos amarillentos e ilusionado como un niño de saber que es con él y no con otra persona con quien el forastero desea hablar (en estos pagos no es usual que llegue gente de fuera). Y no muy sorprendido de saberse el último depositario de la lengua, del alma perdida de todo un pueblo. ¿Qué le puede sorprender, a su edad?
El forastero viene de muy lejos para hablar con él. Es profesor de una universidad inglesa o, mejor, norteamericana. Ha estudiado catalán, pero lo ha estudiado como lo que es, una lengua muerta, y no lo habla con desenvoltura, pero lo entiende y lo lee. Pregunta primero en castellano, en un castellano deficiente, con un acento norteamericano muy fuerte, y sólo cuando el viejo, sorprendido, asiente, le repite la pregunta en un catalán de robot, separando mucho las sílabas, con una dicción clara y una pronunciación neutra, comprensible pese a la falta de entonación: «¿Es-ver-dad-que-us-ted-ha-bla-ca-ta-lán?» El viejo asiente, con los ojos fulgurantes de alegría, y con un hilo de voz ronca dice que sí, claro, ¿usted también?, y el joven profesor, de golpe incapaz de hablar a causa de la emoción, esboza un gesto ambiguo con la diestra, como diciendo así, así.
Para el profesor americano, la respuesta afirmativa del viejo representa la culminación de largos años de investigaciones, de meses y meses de peregrinación de pueblo en pueblo por la geografía catalana, de itinerarios sembrados de desilusiones de última hora, de malentendidos, de bromas humillantes. Sin duda le supondrá la consagración en el mundo académico, el respeto y el reconocimiento unánime de sus colegas. Pero eso ahora al profesor no le importa. La emoción que le embarga es limpia, desinteresada, y emana de unas fibras muy profundas. Es la emoción de quien sabe que vive un momento trascendental. Si no se equivoca, se halla en presencia del último hombre vivo que habla catalán.
(Del libro El último hombre que hablaba catalán, p. 16-17)
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La noticia del fallecimiento, propagada por esquelas a toda plana en los periódicos de más circulación, ha corrido de boca en boca por la ciudad, y el acto en el tanatorio congrega a más de seiscientas personas. La sala en la que se celebra no basta para todos y, aparte de los asistentes que permanecen de pie en los pasillos y en el fondo, muchos se amontonan en la puerta, pugnando por entrar. A primera fila, al lado de Cristina, Núria y Àlex, se sientan el alcalde, el secretario general del Observatorio Internacional contra la Corrupción y los principales socios del despacho. Detrás de ellos, familiares, amigos, conocidos, saludados, clientes y toda clase de personas que le han querido rendir un último homenaje, o que han acudido por cumplir, forman una masa compacta. Flota en la sala un murmullo contenido, cargado de expectación: caras de dolor, expresiones severas, algún sollozo, alguien que mira el reloj disimuladamente. Delante, en el centro, rodeado de ramos y coronas de flores, está el ataúd en el que él yace –la cara helada, la expresión desdeñosa y solemne que adquieren los cadáveres, la cabeza reposando sobre una superficie de cojines de seda roja, las manos rígidas, hinchadas–, y, al lado, un atril. Hablarán, por este orden, un socio del despacho, un representante del Observatorio contra la Corrupción y un miembro de la familia.
Rafael Masferrer se pregunta qué quiere que digan de él. Sospecha que los oradores le cubrirán de elogios, que magnificarán sus virtudes, reales o imaginarias, y que callarán sus defectos, como es de rigor. Pero los amigos y conocidos, las persones que le rodean, los que han acudido por cumplir, ¿qué quiere que digan cuando, concluido el acto, formen pequeños grupos a la puerta del tanatorio, o cuando se vayan calle arriba? Rafael Masferrer no se hace ilusiones: sabe que en quince días todo el mundo le habrá olvidado. Su recuerdo durará lo que tarden los amigos y conocidos en borras su número de la memoria del móvil. Pero si alguna vez alguien vuelve a pensar en él, ¿cómo quiere que le recuerde? ?Como un abogado de cierto renombre que, al llegar a la cima de su carrera, le dio por dedicar parte de su tiempo libre al objetivo un poco ingenuo de combatir la corrupción en el mundo, y que en cuanto alguien le enseñó los dientes se arrugó? ¿O como un hombre valiente que no solo consagró totalmente los últimos años de su vida a una causa noble sino que demostró que, si era preciso, estaba dispuesto a sacrificar por ella su reputación?
Rafael Masferrer no es el tipo de persona que se entrega a menudo a estas reflexiones. Tiene en sus manos un juego de fotografías en las que se le ve en compañía de una mujer treinta años largos más joven que él que exhibe un escote provocativo y le mira con solicitud. Él solo aparece de cintura para arriba, desnudo. Son fotos que, en apariencia, le comprometen gravemente. No consigue entender cómo pudo ser tan idiota de dejárselas hacer. Las acaba de recibir, en un sobre sin remitente ni ninguna explicación. Sabe muy bien lo que esto significa, y también que, si quiere, puede evitar que salgan a la luz. Basta con aflojar, basta con hacer la vista gorda y dejar que el tiempo pase, sin mover un dedo. Pero ¿qué quiere que le reprochen el día que abandone este mundo? ¿Que se hizo cómplice pasivo de unos sobornos por temor de que unos malhechores aireasen sus supuestas flaquezas? ¿O que prefirió que la gente le viera en compañía de esta chica, por obra de un montaje, que ceder en la denuncia de un caso de corrupción? Lo que digan depende de lo que él ahora haga. Si se arruga, se acabará sabiendo. Tiene que elegir.
Masferrer ha pensado siempre que es mejor no tomarse la vida demasiado en serio, porque nadie sale vivo de ella. Pero precisamente por eso no es la primera vez que se imagina el acto en el tanatorio. Tiene cincuenta y nueve años y, en términos generales, no está mal de salud. El médico le da la lata a menudo que si el colesterol, que si la tensión, que si el peso, pero él piensa que los médicos se ganan el sustento así y que no hay que hacerles demasiado caso. Si la suerte le acompaña, puede vivir treinta años más. Pero el esfuerzo de visualizar la imagen que quiere que las personas que le conocen conserven de él –aunque sea efímeramente– el día de su muerte le ofrece un criterio sencillo y práctico para orientar sus pasos cuando, como ahora, debe decidir qué camino tomar.
Él no es ningún santo, ni aspira a serlo. Sabe que no es un marido ejemplar, pero después de veintinueve años de matrimonio, Cristina, su mujer, aún no le ha perdido completamente el respeto, cosa que sin duda tiene bastante más mérito por parte de ella que de él. Tienen dos hijos, y nada hace pensar que ninguno de ellos albergue motivos para considerarlo un padre peor que los demás. Los han educado con más afecto que rigor, es cierto, pero no cree que ello les haya supuesto un hándicap insuperable. Núria, la mayor, ha terminado sociología y políticas y ahora hace un master en procesos electorales. El pequeño, Àlex, estudia tercero de derecho. Pronto volarán por su cuenta, pero si alguna vez les da un consejo todavía se lo admiten, aunque finjan lo contrario.
(Del libro Un escándalo sin importancia, p. 9-11)
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Las estructuras de poder son flexibles. Se adaptan a la presión de quienes lo ejercen, se acomodan a su estilo, se ajustan a la relación de fuerzas que rige entre ellos Al llegar, cada nuevo equipo trae consigo su particular jerarquía, su cultura, sus usos. Basta sugerir un cambio para que este se produzca sin dilación. Basta impartir una orden para que sea acatada dócilmente. Los recién llegados son ahora los dueños del castillo. Pueden remodelar espacios, cambiar normas, establecer nuevos procedimientos y protocolos. Fortalecidos por la victoria reciente, los nuevos gobernantes imponen sus propios modos. Acaban de ganar las elecciones, o acaban de ser nombrados por quien puede hacerlo, y tienen todo el derecho del mundo a sentirse elegidos para la labor que les espera.
Toman posesión de los cargos jurando o prometiendo ejercer sus funciones con lealtad y rectitud, en actos que pueden ser multitudinarios o íntimos, espléndidos o sobrios, pero que siempre supondrán un monumento sacramental, de plenitud, un punto de llegada y un punto de partida, como las bodas. Alguien tomará la palabra y les recordará sus deberes y los animará a cumplirlos con diligencia y probidad. Sus amigos y compañeros asistirán con la esperanza de protagonizar pronto un acto similar y seguirán la ceremonia con admiración o con envidia, dispuestos a criticar el mínimo desliz y, a la vez, ansiosos de compartir la alegría, de contagiarse del éxito. Algún compañero los mirará con rencor porque aspiraba a su cargo y se cree con más méritos para ocuparlo. No faltarán las bromas un poco subidas de tono.
Todos están frescos, llenos de ilusión y de buena voluntad. Las ideas que se sienten impacientes por llevar a la práctica todavía no han sufrido la erosión de la realidad. Tienen noticia de las intrigas y zancadillas de los antiguos moradores, de sus escaramuzas burocráticas, y se conjuran tácitamente para no caer en ellas. Todos quieren mostrar que son capaces de trabajar en equipo y que lo último que harían sería crear obstáculos por motivos personales. El pesimismo queda proscrito y se rinde culto a la camaradería y al buen humor. Un entusiasmo contagioso de apodera de toda la escala jerárquica y una fuerte corriente de aire fresco renueva la atmósfera. Se viven momentos de esplendor. La inyección de autoestima que todos han recibido, que reciben a diario gracias a los privilegios del poder (coches oficiales, colaboradores, secretarias, deferencias, comodidades), genera un sentimiento fraternal. Todos se sienten apreciados, estimulados, decididos a darlo todo por el proyecto común. Los elogios y las muestras de agradecimiento prevalecen sobre las exigencias y censuras. La generosidad aparta a la envidia. Las flaquezas de la condición humana parecen superadas para siempre.
Pero el ejercicio del poder tiene sus propias leyes y tarde o temprano comienzan a abrirse camino. Pasado el envite inicial, tras la explosión de fraternidad de los primeros días, sin que nadie lo advierta, la cargada atmósfera anterior vuelve a invadir poco a poco las estancias, como un gas emanado por los propios muros del recinto. Los cambios efectuados por los nuevos ocupantes no han hecho más que inyectar savia nueva a un organismo que posee vida propia, y que cuanto más cambia más se parece a sí mismo. La satisfacción que los privilegios del poder proporcionan va menguando hasta diluirse entre la rutina. Comienza a haber fricciones. Todos tienen una opinión de lo que debe hacerse, y han sido elegidos para intentar hacerlo, pero no siempre están de acuerdo. Hay que dividirse los espacios, decidir quién hace qué en cada momento, a quién debe consultar cada cual si lo necesita. No todos pueden tener acceso directo a los que toman las decisiones, no todos pueden opinar sobre todo. Pocos son los que no se sienten llamados a asumir unas responsabilidades mayores de las que les corresponderán en un reparto proporcional. La delimitación de fronteras causa tensiones y genera agravios que a veces se enquistan. No todos pueden saberlo todo. Hay que evitar filtraciones, cubrir ciertos actos con un manto de discreción. Aparecen las divisiones entre los que saben y los que no saben, los que están en el ajo y los que no. Los primeros caen a veces en la tentación de valerse de sus privilegios para hacer sentir su superioridad a los segundos.
Conseguir un hueco en la agenda del presidente (o del ministro, o del jefe de gabinete del presidente, o del consejero delegado) para algo que se estima indispensable no es fácil. No basta con convencerle, si se tiene la suerte de disfrutar de acceso directo a él. Hay que convencer además a los que deciden su agenda, cosa que es a menudo más difícil. El presidente o ministro no dispone de tiempo para todos. Los más próximos tienden a protegerle, a separarle de los demás en beneficio propio, De forma inevitable, surgen las rivalidades, los conflictos de competencias. Alguien ha de ocuparse de la agenda, programarla con meses de antelación, dar prioridad a unas actividades sobre otras, y los demás deben someterse a su criterio, aunque solo sea para mantener un mínimo de orden. Es imprescindible que las iniciativas del presidente o del ministro tengan impacto en la opinión pública, y ello exige que sean concebidas y dosificadas teniendo en cuenta lo que la opinión espera. No es posible que todos opinen sobre lo que a la opinión pública le apetecerá más oír en cada momento. Alguien, de ser posible un experto en comunicación, debe dedicar todas sus energías a tratar de influir en el impacto público de cada acto. Los demás deben plegarse a su veredicto. El propio presidente o ministro debe disciplinarse. No puede estar haciendo lo que le apetezca, ni como le apetezca. Todo esto exige una jerarquía, unos filtros, unos procedimientos. No hace falta inventarlos. Están ahí. Son los filtros y los procedimientos de siempre, la jerarquía que ya existía antes de que los nuevos moradores llegaran al castillo. Con los ajustes necesarios, son los que se acabarán imponiendo. Tras un período de adaptación, las estructuras del poder habrán recuperado una forma no muy distinta a la que tenían antes de la llegada de los nuevos gobernantes.
(Del libro Las leyes del castillo, p. 17-21)