Veritats a mitges
En su afán de conseguir el máximo número de intercambios comerciales para cada uno de sus libros, los editores inventaron el concepto de jóvenes-adultos (una novela juvenil que pueden leer también los mayores). Una novela de jóvenes-adultos funciona como una película de Walt Disney. Los destinatarios de las películas de Disney son los niños. Pero los niños no van al cine sin sus padres. Para que la película les resulte atractiva también a ellos, la historia ha de tener una doble lectura. Los niños se sumergen en un delirio de imágenes, los padres van cazando guiños y bromas subliminales (una referencia a un clásico cinematográfico, un muñeco doblado por una explosiva actriz). En la reciente Toy story 2, los niños asistían a la victoria de sus juguetes preferidos sobre unos malos, y de paso interiorizaban algunos resortes de la sociedad de consumo. Para los adultos, el mensaje era más sutil: sus hijos se harán mayores, hay que estar preparado. A diferencia del cine, la lectura no es un fenómeno colectivo. Pero muchos jóvenes leen por influencia de sus padres. Que padres e hijos pudieran leer las mismas historias facilitaría mucho las cosas. Es necesario encontrar un equilibrio. Muchas novelas para jóvenes-adultos se echan a perder cuando el autor impone los puntos de vista de su generación (¡aquel chaval de doce años de la novela de Barril que leía a Simenon!). En Veritats a mitges, la pedagogía está repartida. La novela contiene sencillas explicaciones sobre el franquismo, la ley de prensa de Fraga, las asambleas de estudiantes y el teatro "amateur". Muestra a los hijos la ingenuidad, el entusiasmo y el idealismo de los del 68. Los padres apoltronados reciben también los dardos de Martín: el mundo ha cambiado, los valores no son los mismos, pero quién sabe si ese chaval con piercing y tatuaje no se identificará con usted, cuando todo esto haya pasado, dentro de treinta años. El narrador tenía 17 años en 1967. En el momento de escribir el relato ha cumplido los cincuenta. Reconstruye la historia a partir de su diario, revisando sus opiniones, y a menudo compartiendo las del padre (con quien en aquella época mantenía unas tempestuosas relaciones). Las verdades a medias de las que habla Andreu Martín no son mentiras o medias virtudes, sino las verdades que comparten -o aspiran a compartir- progres e hijos. Qué tranquilidad da una novela escrita por un profesional. Buen ritmo, pulcra escritura, la ironía que lo relativiza todo. Martín explica a los más jóvenes que en aquellos tiempos no existía la UVI, que el carnaval estaba prohibido y que un beso con torniquete en medio de la calle era algo inconcebible. Incurre en el anacronismo –"cubata", "bocata", "ligar"–, pero lo avisa y lo justifica. Y construye una trama que, pese a dos pequeñas violencias (una para dar comienzo a la acción, otra para que todo acabe bien), es entretenida y más que aceptable. Apta.
(Julià Guillamon: "Ressenya", La Vanguardia, 30 de juny de 2000)