Garras de seda
13
Noche.
Un cuerpo solo, que no duerme.
Enric Sitjar escuchaba el sonido que su roncador amigo Albert hacía mientras dormía. El aire, que le entraba encorralándose por las ventanas de la nariz, rebotaba al fondo de los senos nasales. Lo aspiraba hacia la garganta, le rebotaba en el velo del paladar, bajaba a borbotones chocando con espumarajos de saliva y generaba un ronquido desgarrado. Una vez terminado este viaje, el aire escapaba remoloneando e inundando la habitación con un hedor acre a noche de copas.
Le daban ganas de parar toda aquella escandalera, se le hacía difícil creer que algo tan fácil como respirar fuera un proceso de tan difícil solución para su amigo. Taparle la cara con la almohada y apretar con fuerza le aliviaría todas aquellas fatigas.
Sería divertido: primero la lucha, brazos y piernas intentarían deshacer el ahogo, el pecho se hincharía esperando recibir oxígeno, varios espasmos, unas manos crispadas, un cuerpo agotado y silencio.
Un cuerpo acabado como el de Gracieta, la abuela de Mar, cuando lo sacaron de la granja.
¿Nadie lo recordaba, o nadie lo mencionaba?
El dinero lo borra todo. La señora Marina, tan estirada; el padre, huido, y la madre, con una cesta llena de huevos y sangre en las manos.
Enric Sitjar no dormía. Recordaba los muertos y tejía telas de araña.
Afuera, el viento silbando.
14
Volvía a ser domingo, Miquel se duchó y afeitó, se puso una muda limpia y se untó el pelo con brillantina. Los demás días bastaba con lavarse la cara, alisarse las greñas con la mano y vestirse con la ropa vieja y desgastada.
Pero los domingos, después de dar de comer a los animales, iba al retrete para vaciar los intestinos, tranquilamente y sin prisas. Amontonaba la ropa sucia de la semana, incluyendo la ropa interior, que no se había quitado ni para dormir y que ya amarilleaba: la camiseta, sudada, y los calzoncillos, con restos de semen de pequeñas fugas nocturnas y algunos palominos.
En el patio trasero, un lujo que sólo disfrutaban los ricachones, un cuarto de baño. Miquel lo había construido en parte con las sobras de las torres que se habían edificado en la zona a lo largo de los años y algo con el dinero que ahorraba cada semana.
Allí, a la vez que removía el jabón con la brocha de afeitar, hacía elucubraciones de cómo se podría acercar a Gracieta e invitarla a su casa para ver los pollitos de terciopelo dorado.
Se la imaginaba cogiendo uno y acercándoselo a la mejilla para sentir su suavidad y el calor.
Se la imaginaba hundiendo la nariz entre el plumaje con los ojos cerrados y las aletas de la nariz bien abiertas para absorber la esencia de la nueva vida.
Se la imaginaba quitándose, una a una, las horquillas del moño, mientras su mano grande y rugosa se acercaba lentamente.
«De hoy no pasa», se dijo. «Después de misa me acercaré y la invitaré, que han pasado cinco años desde que Joaquim renunció a mujer y niños, que, entretanto, todo el amor que por él sentía y toda esperanza de que cualquier día volvería rebosando dinero y ternura se le debe haber desvanecido entre las piernas. Seguro que se debe encontrar tan sola como me encuentro yo. Aunque, si lo miramos bien, ni ella ni yo estamos solos, que ella tiene sus hijos y yo tengo a Gloria. Aunque, bien mirado, sí lo estamos, ya que ni ella ni yo tenemos a quien abrazarnos cuando la noche vacía las calles y cierra las casas. Maldito Joaquim, tenías que haberte quedado en la costa en vez de subir tierra adentro a robarme la que yo quería. Pero no, tú tenías que venir a enamorarla con palabras saladas y océanos de besos; tenías que subir tierra adentro, a quitármela. Maldito seas, Joaquim.»
(Del llibre Garras de seda, trad. Mercedes Gallego)