Entrevistes
Cuando Sandra todavía era una niña, Anna Vila escribió un libro en el que explicaba cómo se afronta la vida con una hija afectada de parálisis cerebral cuando el sueldo no supera las 50.000 pesetas. La discapacidad de Sandra requiere atención las 24 horas del día, además de diversas operaciones y cuidados especiales. La lucha y la fuerza de esta enfermera es impactante, habla desde la honestidad y a veces puede parecer fría cuando reconoce que, pese a todo el amor que siente por Sandra, el nacimiento de su hija rompió su vida. Sandra ya tiene 30 años, su juventud y su madurez, su relación con los otros, su sexualidad, su futuro, los miedos maternos…, reflexiones sobre estos aspectos están plasmadas con sinceridad en Els fills diferents es fan grans (Columna).
—¿Qué ocurrió el día que parió a su primer hijo?
—Un error de diagnóstico de la comadrona hizo que mi hija naciera sin respiración.
—¿La reanimación la salvó?
—Sí, pero ahora el protocolo médico dice que si un niño nace con asfixia, pasados unos minutos no hay que reanimarlo. Sandra pasó tres minutos sin respirar, lo cual garantiza una grave lesión cerebral.
—¿Cree que el médico no hizo lo adecuado?
—Cuando lo pienso fríamente y después de haber pasado 30 años al lado de esta criatura a la que tanto quiero, veo muy clara una cosa: si Sandra ya estaba muerta, ¿por qué no dejar que la naturaleza siguiera su curso?
—¿Cómo está Sandra hoy?
—Tiene parálisis cerebral, un grado indeterminado de deficiencia, hemiplejia; es sorda y por tanto muda, y no tiene capacidad para utilizar el lenguaje de los sordos.
—¿Qué edad tenía usted cuando nació?
—24 años. Yo cobraba 50.000 pesetas al mes. La escolaridad costaba 14.000 pesetas, la gimnasia 10.000 y el alquiler del piso 12.000. Conseguí una beca de 40.000 pesetas al año, pero se me denegaron becas de escolaridad y de la inevitable fisioterapia para Sandra.
—¿Cómo salió adelante?
—Hice guardias en el ambulatorio los sábados y los domingos y servicios de urgencias todos los veranos. Se te pasa por la cabeza hacer cualquier cosa, por mucho que digan que fregar es más honrado.
—¿Cuáles eran sus sentimientos?
—El primero, de rabia por ver que era una enfermedad evitable. Luego, resolver el día a día con una niña que necesita atenciones las 24 horas te absorbe la vida. Sandra no caminó hasta los cinco años, pronto empezó a tener ataques epilépticos y se sucedieron las operaciones: de la pierna que arrastraba, de los ojos desviados…
—¿Cómo pudo sobrellevar todo eso con otro hijo pequeño?
—Joan pasó a un segundo término. Cuando tienes que subir las escaleras y no puedes con los dos en brazos, el que puede gatear se queda abajo. La vida de Joan ha estado condicionada por su hermana, ha vivido la crueldad desde muy pequeño: sus amigos no querían venir a casa a jugar porque estaba Sandra.
—¿Cómo era la relación entre hermanos?
—Muy buena, pero Joan ha debido tener mucha paciencia. Cuando Sandra le pegaba no podía contestar. Se hizo adulto muy pronto, hacía cosas que jamás le pedirías a un niño de tres años.
—Cuénteme.
—Sandra no se podía quedar sola ni un minuto, así que con tres añitos Joan se quedaba como responsable cuando yo tenía que salir a comprar o iba él con una lista al supermercado. A los catorce años se separaron, paulatinamente Sandra pasó a vivir, cinco días por semana, en un piso con otros niños discapacitados de su colegio.
—¿Le costó dar ese paso?
—Muchísimo. Al principio te sientes culpable, tienes la sensación de que te la sacas de encima. Pero es bueno para ella y para todos. Ella se va acostumbrando a vivir con otra gente por si algún día faltas y el resto de la familia puede respirar un poco.
—¿Son niños felices?
—Creo que sí, y se adaptan mejor de lo que pensamos a situaciones difíciles. Cuando Sandra tenía 12 años vio morir a su padre de una hemorragia cerebral. Fue la primera vez que le enseñé la palabra muerte y la asumió.
—¿Qué momentos le han marcado más en su vida con Sandra?
—Sandra también tuvo una hemorragia cerebral, a los 22 años. Pensé que la perdía y sentí de golpe todo lo que la quería.
—¿Cuál es su mayor temor?
—Morir antes que ella. Lucharé para que tenga el mínimo de dificultades en mi ausencia y para que sea feliz. Pero si veo que el mundo que le espera es duro e incierto, me la llevaré conmigo. También sufro por mi hijo, me duele dejarle esta carga.
—¿Cómo vivió Sandra la adolescencia?
—La mayoría están muy agresivos. Lo que en un adolescente normal es un desplante a los padres, en un niño especial, que no puede elaborar este cambio, es una pataleta. Durante una temporada se sentaba en el suelo en los lugares más increíbles, por ejemplo en un paso para peatones. No podía con su peso y no me quedaba otra que arrastrarla.
—¿Cuánto dura esa etapa?
—Tres o cuatro años. Luego se tranquilizan, pero siguen teniendo brotes de agresividad. Estos jóvenes envejecen más rápidamente, quizá por problemas de salud. Ahora Sandra ha sufrido una regresión y tiene que llevar pañales.
—Hay quien dice que estos niños son una bendición
—No estoy de acuerdo. Es algo que te toca y haces lo que puedes para afrontarlo, pero es durísimo. Aunque es cierto que a los padres a los que se les mueren este tipo de hijos se les crea un vacío inmenso, incluso más que ante la muerte de hijos normales. Sucede porque su vida ha estado en función de ellos.
—Hace falta mucho amor para vivir una historia como la suya.
—Te vuelcas sin pensarlo, porque los quieres. Si llego a hacer caso al neurólogo que me dijo que no andaría nunca, que se pasaría la vida boca arriba, todavía estaría así. Estos niños siempre te dan sorpresas, de repente algo se despierta en ellos, no te puedes rendir.
(Ima Sanchís. "Mi mayor temor es morir antes que mi hija", La Vanguardia (Barcelona), 25 de març del 2004)